“Era una locura de gente”: el recuerdo de Edu Serrano por su trabajo como lavacopas en La Fábrica Disco Rafaela
Comenzó como adolescente en el histórico boliche rafaelino y vivió desde adentro una experiencia que marcó a generaciones.
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Eduardo Serrano tenía apenas 15 años cuando su padre lo llevó, sin anticipar demasiado, a su primer trabajo: ser lavacopas en La Fábrica Disco.
“Yo estaba en primer año de la Técnica, me había llevado cuatro materias. Mi viejo me dijo ‘el viernes te paso a buscar a las cinco’, y me dejó en la puerta del boliche”, recordó entre risas en una entrevista con Radio Rafaela. Así comenzó su experiencia en uno de los lugares más emblemáticos de la noche rafaelina.
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“Me mostraron por dónde tenía que ir juntando los vasos y me enseñaron a lavarlos en la barra. Enseguida entendí cómo era todo”, relató.
Con un sueldo inicial de 350 pesos, Serrano entró en una dinámica de trabajo intensa, con noches repletas de jóvenes: “Los viernes venía gente más chica, de 18 a 25 años. El sábado, mayores de 25. A veces nos poníamos de acuerdo con los compañeros para tomarnos franco el mismo día y salir a disfrutar. La ventaja era que entrábamos y tomábamos gratis”.
La noche dividida entre vasos y rock
El trabajo no le impidió vivir momentos únicos. El rafaelino aún recuerda con claridad el recital de Divididos en La Fábrica: “Fue lo mejor que vi. En un momento intercambiaron instrumentos: Mollo se fue a la batería, Arnedo agarró la guitarra… la gente no lo podía creer. Eso encendió el show como nunca”. En su podio, junto a Divididos, también ubica a Patricia Sosa por la cantidad de público que movía.
Como lavacopas, formaba parte del engranaje que sostenía a un gigante con dos pistas, bar, cafetería, kiosco, heladería y capacidad para más de 7.000 personas. “A veces había ocho mil personas entre viernes y sábado. Era una locura de gente. Llegaban colectivos de todos lados”, relató con nostalgia.
El cierre, los recuerdos y un gorrito de lana
El final de La Fábrica fue abrupto y sin aviso. “Fue una noche más. Terminó el boliche, nos saludamos como siempre, pensando que nos veríamos el fin de semana siguiente. Pero no pasó más. No reabrió nunca”, relató. La sensación que quedó fue de vacío, como si una etapa de su vida hubiera terminado sin despedida.
“No me quedé con nada, salvo una gorra de lana de una noche de invierno. Eso es un tesoro”, cuenta. También recordó el mítico buzo negro con letras amarillas que usaba el personal. “Y la remera que nos habían dado en las últimas noches, no sé dónde fue a parar. Ese era nuestro uniforme”.
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El recuerdo más vívido, sin embargo, es el mural de fotos: “Miles y miles de fotos. La gente llegaba y buscaba si había salido en alguna. Era parte del ritual”. Hoy, con la distancia del tiempo, Eduardo valora lo que vivió: “Ahí pasaron muchísimas cosas. Y aunque no sabíamos que era el final, fue una etapa inolvidable”.
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