La serie española producida por Netflix, cuenta una atrapante historia de amor.
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La primera escena de Todas las veces que nos enamoramos juega con el cliché. Un chico y una chica parecen ir al encuentro uno del otro. Él la ve a ella, ella a él, y una voz en off femenina adelanta que esta es la típica historia de amor, de encuentros y desencuentros, en la que el espectador puede adelantarse a todo lo que va a suceder... o no. Esa voz es la de Irene (Georgina Amorós) y el romance es el suyo con Julio (Franco Masini). En ese jugar a refugiarse en el cliché (quizá para intentar escapar de él) reside el encanto de esta nueva producción española distribuida por Netflix.
Irene y Julio se conocen durante una fiesta. El flechazo es inmediato y como sucede en esas situaciones, la noche parece durar mil horas entre charlas, el deseo contenido y el entusiasmo que supone descubrir a alguien nuevo. Ambos se suben a un tren de regreso a su casa hasta que los atentados del 11M violentan esa velada perfecta, e interrumpen ese beso que no llega a ser. A partir de ahí, la trama va y viene en el tiempo, de esos primeros años 2000 en los que Irene y Julio viven un amor que atraviesa mil obstáculos, hasta llegar a un 2022 que los encuentra distanciados y con ella a punto de casarse con alguien más. Con el correr de los capítulos, la trama indaga en los motivos que les impidieron a los protagonistas vivir su pasión de forma plena y por qué terminaron en una ruptura que los marcó a fuego y los convirtió en adultos grises atrapados en el recuerdo de un amor que no fue.
Todas las veces que nos enamoramos no busca inventar la pólvora ni darle una vuelta de tuerca a un género tan visitado como el drama romántico. Sin embargo, este ya es uno de los títulos más importantes del catálogo de Netflix. Y esto se debe justamente a la sinceridad de su planteo: despojarse de pretender reinventar el género porque ahí es donde triunfa esta propuesta. A lo largo de los ocho capítulos que la integran, la ficción blanquea sus influencias directa e indirectas. De este modo, al transcurrir entre estudiantes de cine, aquí los personajes respiran películas, hablan mucho de largometrajes y las paredes de sus habitaciones están llenas de afiches. Allí se encuentran las obsesiones de los guionistas de esta serie, entre las que se destacan Tesis, Martín Hache y Los amantes del círculo polar, films disímiles, pero de ingredientes que forman parte de Todas las veces que nos enamoramos. La idea de la universidad como nido de una hostilidad latente, los conflictos internos que surgen a partir del desarraigo cultural y las sagas de amor marcadas por las tragedias son elementos que estos largometrajes le heredaron a esta historia, y a su sensibilidad frente al mundo.
Otro punto a destacar de esta serie es la química de sus intérpretes. Es sabido: ninguna historia de amor puede funcionar si entre los protagonistas no hay una complicidad implícita, un diálogo de miradas que convenza a los espectadores de estar ante un amor bigger tan life. Y en ese sentido, Georgina Amorós y Franco Masini logran cumplir con su tarea. La actriz española y el actor argentino son capaces de desplegar una gran química en pantalla. Cuando sus personajes atraviesan momentos de gran enamoramiento, como también cuando están rotos ante ese romance que parece destinado al fracaso, los dos pueden darle verdad a eso que les sucede a Irene y Julio.
A lo largo de una trama que se prolonga durante veinte años, Todas las veces que nos enamoramos sostiene que la gente cambia y que reencontrarse con una misma persona puede significar volver a enamorarse (o no) de las nuevas versiones de ese ser amado. En ese desarrollar este romance, la historia presenta rasgos fácilmente reconocibles que atrapan al espectador. Los personajes resultan cercanos y no cuesta conectar no solo con ese amor, sino también con esos pasillos de universidad, esas reuniones entre amigos y la pasión de un proyecto en común. Y esa cercanía que la serie construye es su principal atractivo. Por este motivo, el valor de este título no está únicamente en mostrar un amor que define a dos personas, sino también en la melancolía de recordar una época en la que todo parecía posible. LA NACION.
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