La nueva serie argentina de Netflix, El amor después del amor, emprende un nostálgico viaje hacia el pasado de Fito Páez, uno de los máximos referentes del rock nacional y uno de los más influyentes de Latinoamérica.
Serie dirigida por Felipe Gómez Aparicio y Gonzalo Tobal, escrita por Francisco Varone, Lucila Podestá y Diego Fío.
El amor después del amor encaja perfectamente en esa oleada de producciones, pero lo que no tiene de original lo compensa diferenciándose con la poesía que le imprime a su relato, en una clara decisión creativa de que la emoción prime por sobre la acción.
Es una decisión más que acertada pues, combinada con el repertorio de mágicas letras nacidas de la mente del rosarino, crea una bomba emocional para todo seguidor de su carrera. Cualquier falla histórica, actuación cuestionable o sensación de estar viendo más de lo mismo, se desvanece ante una conexión emocional pocas veces lograda por este tipo de producciones locales.
La serie le hace honor a su título iniciando en 1993, con el concierto presentación de El amor después del amor, disco que marcó la consagración definitiva de Páez. Desde allí se viaja al pasado para conocer los momentos claves de su infancia, su nacimiento en 1963, los hechos que lo marcaron y lo guiaron en su camino.
Esos 30 años son el arco narrativo de la temporada, demasiados para abarcar sin dejar la sensación de un trazo grueso ante la infinita cantidad de personajes que rodean la trayectoria del protagonista. Quizás muchos merecían más profundidad, pero la serie hace su mejor intento por que cada uno tenga al menos una escena que les de relevancia.
La estructura, en su clasicismo, intercala esa infancia (donde Fito es interpretado por Gaspar Offenhenden) con su juventud iniciándose en el mundo de la música (ahora Fito en piel de Ivos Hochman). Los idas y vueltas temporales dotan de sentido, interpelan y se complementan durante toda la primera mitad de la serie. En su mayoría aciertan en la misión, aunque también por momentos se vuelven un lastre, pareciendo estar más para cumplir con la estructura elegida que por una verdadera necesidad de aportar a lo que se está contando.
En la segunda mitad, coincidiendo con las trágicas muertes que azotaron a Fito, la serie abandona lo nostálgico de su infancia para insertarse en la oscuridad que trastocó su alma. Se acierta, otra vez, al cambiar de tono para narrar este período de furia que romperá al Fito niño y moldeará al artista que creó Ciudad de pobres corazones, canción convertida en un auténtico grito de bronca.
Es verdad que podría haberse ahondado más en esta etapa, la cual recibe apenas un tratamiento superficial, pero queda claro que las intenciones son otras: siendo que, como todo ídolo, Fito Páez despierta apasionados amores y desenfrenados odios, aquí se apunta al primer grupo. Todo fanático suyo va a estar de parabienes ante un sentido homenaje. Si pertenecés al segundo grupo, simplemente esta serie no es para vos, pues no hay lugar para una crítica profunda o para intentar indagar en decisiones polémicas de la vida del artista. Esto es algo que debería quedar claro ya de entrada, estando basada en las memorias de Fito y teniendo como showrunner a Juan Pablo Kolodziej, su cuñado. Esperar otra cosa sería de ilusos.
La serie nos lleva hacia los fascinantes instantes en donde surgieron algunos temas de Páez que se convirtieron en himnos. La búsqueda de que esos momentos se trasladen con éxito a la pantalla es apuntalada por una tremenda banda sonora imposible de fallar, entregando algunas de las escenas más inspiradas del show. El clímax llegará con una lograda secuencia -cual concierto Live Aid en el final de Bohemian Rhapsody– en el recital que conecta con el primero de los 8 episodios.
No hay nada que criticarle a la excelente factura técnica, algo que no debería sorprender estando ante un presupuesto de Netflix y respetando el estilo visual que se le imprime a sus producciones (alguien debería decirle a la plataforma –y a las producciones argentinas en general- que ya va siendo hora de que abandonen el uso de panorámicas con drones para arrancar todas las series).
Este buen paso de Mandarina Contenidos en la ficción, siendo algo nuevo para la productora, tiene sus mejores resultados en el rubro interpretaciones. Los dos Fitos son auténticas revelaciones: la candidez del niño Offenhenden y la excentricidad del joven Hochman, nos dan un cuadro perfecto de Páez.
A los flashbacks hacia el Rosario de finales de los años 60 y principios de los 70, le debemos una de las agradables sorpresas de la serie: Martín Campilongo (más conocido por todos como Campi) en piel de Rodolfo, el padre de Fito. El actor es pura sensibilidad interpretando a este hombre sufrido, del que poco conocíamos pero decisivo con su melomanía para que Fito llegue a ser quien es.
Campi es apenas uno de los muchos hallazgos de casting de El Amor después del amor, donde sin dudas el pico más alto lo encontramos en Micaela Riera como Fabiana Cantilo. Ella desdibuja de tal manera la barrera entre ficción y realidad, que olvidaremos que estamos ante una actriz para ver a la propia Cantilo.
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