Deportistas sobrevivientes de Cromañon: su recuerdo de la masacre y su presente
194 personas murieron hace 20 años en la masacre de Cromañón. El incendio en el local de Balvanera dejó además 1.432 heridos y más de 4.000 sobrevivientes. Seis de ellos eran deportistas.
El 30 de diciembre de 2004, durante un show de la banda Callejeros, una candela lanzada desde el público originó el siniestro que conmocionó al país y dejó una herida abierta en toda la sociedad argentina. El juicio posterior determinó que en el boliche había alrededor de 4.500 personas, más del triple del máximo permitido. No funcionaban los matafuegos ni las mangueras contra incendios. No había plano de evacuación y la certificación de Bomberos se encontraba vencida. La puerta de emergencia estaba cerrada con alambre y candado y otras cuatro, con pasadores, lo que convirtió al local en una trampa mortal. El promedio de edad de las víctimas fue de apenas 22 años. Entre los deportistas que asistieron esa noche, solo dos superaban esa cifra.
Aníbal Ibarra fue destituido como jefe de gobierno, mientras que Omar Chabán -gerenciador del boliche-; su colaborador, Raúl Villarreal; los músicos de Callejeros y los funcionarios públicos Carlos Díaz, Fabiana Fiszbin, Gustavo Torres y Ana María Fernández cumplieron penas de entre tres y diez años de prisión. Familiares y sobrevivientes aún siguen reclamando justicia. “El deporte nos salvó la vida”, coinciden Hernán Luzzi (44), Gabriel Taraburelli (43), Damián De Luca (40), Cristian Pereyra (38) y Agustina Donato (35), protagonistas de la mayor tragedia no natural de la historia del país. “Cromañón nos hizo resilientes”,
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Hernán Luzzi y Damián de Luca
Hernán Luzzi y Damián de Luca eran jugadores de fútbol de Lamadrid. Hernán tenía 24 años y un vasto recorrido por los clubes de Primera. Había sido compañero de Federico Insúa y Esteban Cambiasso en Argentinos, de José Sand en River, de Gabriel Milito en Independiente, de Garrafa Sánchez en Banfield. Integró el plantel del Taladro que ascendió a Primera en 2001, pero quedó libre tras un conflicto entre Silvio Marzolini, coordinador de inferiores del club, y su entonces representante. Jugó un año al futsal y en 2002 relanzó su carrera en Defensores Unidos de Zárate, para luego recalar en Lamadrid. El 18 de diciembre de 2004, Callejeros realizó su primer estadio de fútbol: la cancha de Excursionistas, para más de 18.000 personas. Hernán hizo todo lo posible por estar. Pero Jorge Franzoni, histórico DT de Lamadrid, le impidió salir de la concentración. Al día siguiente, el Carcelero visitaba a Acassuso en un partido clave en la lucha de arriba. Finalmente, Lamadrid perdió 1-0 y no pudo subirse a la punta. Diez días después, Callejeros tocaba en Cromañón. “De ahí no me saca nadie”, pensó Hernán. Un cierre de año a todo trapo con tres shows en continuado, uno por cada disco, para celebrar la masividad de una banda que transgredía no solo con sus letras sino también con su estilo, siempre en el filo de la brutalidad y la ternura. Un llamado de su novia salvó su vida de milagro. Hernán figuraba como invitado, pero la persona que tenía la lista no fue. Ingresó, entonces, por medio de una conocida. Las puertas se abrían a las 20 porque a las 21 tocaba Ojos Locos. Cerca de las 22, Hernán recibió el llamado de Cecilia. Llevaban un mes de relación, pero las cosas no estaban bien. Como no se escuchaba, Hernán salió a la vereda. “No sé ni para qué te llamé”, le dijo ella, enojada, y cortó. Tras la llamada, Hernán no pudo volver a ingresar. Se fue a la esquina, avisó a sus amigos y volvió al boliche para la hora del show. Damián De Luca era la joven promesa de la cantera de Lamadrid. Espigado y de buen pie, lo apodaban “Luchito” por su parecido con Lucho González. Había debutado el 19 de septiembre de 2004 en un empate 1-1 con Sacachispas. Formado en Ferro, se probó a los 15 en Lamadrid y a los 20 llegó a Primera. El estudio fue siempre su prioridad. Egresado del Instituto Vélez Sarsfield, cursaba el primer año del profesorado de Educación Física. Un conocido del barrio le regaló la entrada para ir a Cromañón. “¿Alguien la quiere? Yo no puedo ir”, consultó Gastón Ciano, vecino de Villa del Parque. Gastón paraba con sus amigos en la misma esquina que los amigos de Damián, en Cuenca y Melincué. Eran las 5 de la tarde; el recital comenzaba a las 10. Damián llamó a unos amigos y arreglaron juntarse en el McDonald’s de Rivadavia y Jean Jaures. Una vez adentro, las chicas se quedaron atrás y los chicos, adelante. Estaba por empezar el show. A lo lejos, Damián observó cómo Hernán, su compañero de Lamadrid, intentaba ingresar al boliche. El patovica que lo había hecho pasar ya no estaba en el lugar, por lo que debió esperar afuera. “Quedate por acá y cuando arranque Callejeros te salgo a buscar”, le prometió una amiga de Cecilia, que tenía un conocido en el local. “Mientras esperaba para entrar escuché el alarido del público por la salida de Pato Fontanet. Se armó un tumulto bárbaro y la gente empezó a entrar desesperada. Yo salté un molinete y pasé; no había otra manera de ingresar”, reconstruye. Como sus amigos seguían afuera, Hernán se ubicó cerca del acceso. El recital de Callejeros duró menos de dos minutos. “Vi el fogonazo en el techo y las gotitas de fuego que empezaban a caer”, recuerda. Hernán volvió sobre sus pasos, divisó la puerta y la marea humana lo arrastró a la salida. Sus amigos jamás llegaron a ingresar. Cecilia es su actual pareja y madre de sus dos hijos: Bautista, de 15 años, y Alma, de 5. A la mañana siguiente, Carlos, su papá, le escribió una carta que decía: “Si a vos (como a tus hermanas) te pasa algo grave, nuestras vidas no tendrían en el futuro razón de ser. Este fue un aviso de Dios, aprovechalo y cambiá un poco, y prestame más atención”. En el mismo papel, Kuki, su mamá, escribió el nombre de las personas que habían llamado a su casa para conocer el estado de Hernán. Familiares, vecinos y también personajes del fútbol. Damián fue el tercero en comunicarse con ellos. “Estábamos amatambrados, no había lugar ni para hacer un pan y queso. No alcanzábamos a levantar los pies”, grafica Damián. Estaba cerca del escenario y escapó por la puerta principal. De sus amigos, casi todos salieron ilesos. “El fútbol hizo que no me detuviera a pensar. Los primeros días de 2005 volvimos a entrenar porque a principios de febrero se reanudaba la competencia. Cuando caí, dije: ‘¿y ahora qué hago con mi vida?’”, relata Hernán. El exdefensor tuvo tres etapas en Lamadrid y pasó también por Midland, Ituzaingó y San Miguel. Mientras jugaba trabajó en un centro de rehabilitación en Caballito e inició su camino como DT. Dirigió en inferiores de Barracas y de Dock Sud, donde además fue ayudante de campo de la Primera.
Hernán y Damián no visitaban Cromañón desde mediados de 2005, cuando brindaron una entrevista conjunta en el viejo santuario de las víctimas. “Quizá mi mecanismo de defensa fue intentar bloquear los recuerdos. Al comienzo todo el mundo me preguntaba por el incendio: qué pasó, cómo entré, cómo salí. No era un peso para mí, pero seguía atrapado ahí adentro. Con el tiempo empecé a centrarme en el presente y enfocarme en otros asuntos. Tener la mente ocupada en el fútbol me ayudó a cerrar esa etapa”, comenta. Una rotura de ligamentos, dos roturas de meniscos, una distensión de ligamentos y una osteocondritis en la rodilla izquierda pusieron a prueba su carácter: “Tras la primera lesión decidí largar todo. Era el año posterior a Cromañón, estaba enojado con la vida y no tuve el respaldo que esperaba”. Tras la rehabilitación, que debió pagarse de su bolsillo, Damián trabajó como preparador físico y, tras dedicarse dos años al futsal, volvió a jugar en Lamadrid. Yupanqui, San Martín de Burzaco y Juventud Unida de Muñiz fueron sus últimos destinos futbolísticos. Luego integró el plantel de futsal de Lamadrid, fue parte del cuerpo técnico y profe del plantel de Primera. “Después de Cromañón empecé a relativizar muchísimo más las cuestiones negativas. Las lesiones, por ejemplo, no fueron un trauma para mí. Sobre todo las últimas. Pensaba: ‘me lesioné, me recupero y vuelvo’. Nada es comparable con la tragedia”.
Agustina Donato
Agustina Donato tenía 15 años la noche en que Argentina se apagó de golpe para despertar en un nuevo país. Cursaba el 1º año de la secundaria y jugaba al hockey en el Club Sitas de Palomar. Poco antes de Cromañón, Mauro, su mejor amigo, propuso ir juntos al recital en Excursionistas. Los dos adeudaban materias y no tenían permitido salir. “Escapémonos”, sugirió él. Mauro fue, ella se quedó. A Mauro lo descubrieron y quedó castigado “de por vida”. Agustina sacó entradas para la triple fecha de fin de año.
Agustina tomó el tren en Ramos Mejía, bajó en Once y caminó dos cuadras hasta la esquina del boliche. La noche anterior había perdido una bandera estrenada en un show anterior. Se ahogó con el humo de las bengalas, le sacó la vista de encima y la recuperó siete años después, por medio de las redes sociales. Esa noche, la del 29, ella también encendió una bengala: “Era parte de la cultura del rock. Creo que nuestra generación hizo una autocrítica y nos percibimos parte de los problemas de esa época”.
22:48 comenzó el tercer show de Callejeros en Cromañón. Como era bajita, Agustina subió a los hombros de un desconocido para disfrutar de los primeros temas. Desde el centro de la pista, observó cómo el techo del boliche se convertía en una masa de líquido negro que se derretía con rapidez aterradora. Ella conocía el lugar y fue hacia el sitio por donde había ingresado, pero las puertas estaban cerradas. Perdió el conocimiento y lo recobró en el mismo lugar. No había espacio para caerse. Finalmente, una de las puertas cedió y Agustina corrió hacia la calle.
“Volver enseguida al club fue de una inmensa ayuda para mí. Compartir tiempo con mis amigas, hacer deporte, correr. Era todo lo que mi cuerpo y mi cabeza necesitaban”, asegura.En 2010, Agustina dejó el hockey para volver a seguir a Callejeros a lo largo y a lo ancho del país. “Más que un deseo, fue una necesidad. Lo sentí de esa manera y pasó a ser mi prioridad. No podía compatibilizar los viajes con los entrenamientos y los partidos. El hockey no era algo para hacer a medias”, sostiene.
En 2013 cambió el palo y la bocha por la redonda. Empezó con amigas y luego, en 2016, en competencias oficiales de AFA. Pasó por Deportivo Morón, Platense, El Porvenir, Rosario Central y All Boys, su club actual. En seis años se rompió tres veces los ligamentos: 2015, 2018 y 2021. La primera, justo antes de debutar. En el interín dirigió un equipo de menores en Cenared, un centro deportivo de Ituzaingó. Tras un 2020 a puro gol fue citada a la selección. Llevaba 56 en 61 partidos. Nueve más que Martín Palermo, uno de sus ídolos, en sus primeros 61 encuentros en Boca. Una nueva lesión de rodilla la sacó siete meses de las canchas. No pudo sumar minutos con la camiseta celeste y blanca.
“Esa fuerza interior que tengo, esa capacidad de sobreponerme a las adversidades, es innata de mi sobrevida. Estoy segura de que haber estado en Cromañón, y más siendo tan chica, me hizo ser quien soy hoy en día. No sé cómo hubiese sido la Agustina sin Cromañón. Es algo que me pregunté muchas veces y no creo tener una respuesta. Esa Agustina murió. Murió y no va a volver. Ahí nació otra Agustina. Una Agustina que fue juntando pedacitos de todos lados y forjando su personalidad como pudo”, expresa la Agustina de 35, especialista en derecho penal y miembro de la organización Sobrevivientes de Cromañón, Músicos y Artistas de Córdoba.
En su vuelta al fútbol cumplió uno de los mayores sueños de su vida deportiva: compartir campo de juego con Guadalupe, su hermana menor, hoy futbolista de Santiago Wanderers: “Ella nació cuatro meses después de Cromañón y trajo luz a mi vida cuando todo era oscuridad. Fue vida en la muerte. Que ella exista me dio fuerza y razones para seguir”.
Cristian Pereyra
Cristian Pereyra nació con el sueño de jugar a la pelota. Víctor Hugo, su papá, había sido un destacado lateral izquierdo del Club Atlético Progreso, Salta, entidad fundada por sus tíos que disputaba la liga de Rosario de la Frontera. Tiempo después, Víctor Hugo se quedó sin trabajo y viajó a Buenos Aires en busca de un futuro más próspero. Lo acompañaron Sonia, su esposa, y sus tres hijos varones: Cristian, de siete años; Víctor, de cinco, y Damián, de tres. Se afincaron en una humilde casa de Villa Centenario, popular barriada en el corazón de Lomas de Zamora. Marcador de punta derecho, “tenaz en la marca y con buen trato de pelota”, según se describe, Cristian dio sus primeros pasos en el club América de Banfield, el que sería su refugio a lo largo de su infancia. “Me dio botines, medias, contención, sentido de pertenencia”, explica. Luego, tras retirarse la Categoría 86, probó suerte en Talleres de Escalada, pero la aventura duró muy poco. Las inferiores practicaban en Parque Roca, donde era casi imposible acceder en transporte público. Cristian buscó revancha en la escuelita de la filial Oreste Osmar Corbatta de Racing, también en Remedios de Escalada. Los chicos con más futuro tenían la chance de fichar en la Academia. Sin embargo, la falta de recursos le impidió pegar el salto: “Había que pagar muchas cosas: ropa, traslado, cuota social. Las condiciones las tenía, pero no podía afrontar esos gastos”. El fútbol y la música ocupaban la mayor parte de sus días. Como Callejeros, su banda favorita, él también cerraría el año en Cromañón, en la víspera de un 2005 cargado de nuevos desafíos: iniciaría el profesorado de Educación Física y realizaría una última prueba en las inferiores de Lanús. Cristian asistió al recital junto a su mejor amigo, Maxi; la novia de Maxi, Rocío; y otros dos amigos de ella: los hermanos Jonathan y Matías. Cuando el fuego y el humo avanzaron, Cristian saltó las vallas e intentó escapar por el escenario. No recuerda nada más: “Aparecí tirado sobre una de las dársenas de colectivos, me despertaron a baldazos de agua fría”. Cristian tenía la boca seca y una sed que le quemaba todo. Como pudo cruzó la calle y pidió una lata de gaseosa en Latino Once, un local de cumbia sobre la calle Ecuador. “Flaco, ¿tenés idea de lo que pasó? Se prendió fuego el boliche”, le avisaron. Un vecino con camiseta de River le ofreció su teléfono para llamar a su casa. Ahí mismo encontró a sus amigos, quienes también lograron escapar. Cristian permaneció internado hasta el 31 a la tarde en el hospital Evita, de Lanús, donde nació Diego Armando Maradona. Cristian vive, desde hace un año y medio, a 50 metros de la entrada a la guardia. “No tragamos humo, tragamos veneno”, dice. En 2008, los peritos Alejandro Ariosti, Basilo Hazapof y Joaquín Valdez afirmaron que el techo de Cromañón contenía espuma de poliuretano, que al entrar en combustión desprendió ácido cianhídrico (cianuro) y monóxido de carbono. El 2 de enero de 2005, Cristian viajó a un campamento en Mendoza junto a un grupo de jóvenes de la parroquia Nuestra Señora de Fátima y San José Moscati, de la que era miembro de la Acción Católica. Por las secuelas de aquella noche, Cristian se perdió la mitad de las excursiones. “No podía caminar, me sentía agitado. Los chicos armaron un picado y yo, que era deportista, no podía levantar las piernas”, recuerda. De regreso a Buenos Aires, Cristian volvió al hospital. La espirometría que le efectuaron constató que sus pulmones funcionaban a un 50%. Le recetaron corticoides y le prohibieron la actividad física por dos años. Cristian ni se anotó en el profesorado ni se probó en las inferiores de Lanús. Se alejó del deporte y cayó en una vida de rebeldía. Fue Sonia, su mamá, quien lo empujó a luchar por lo que quería. Trabajó tres meses en una obra en construcción e inició sus estudios a comienzos de 2007. “Le puse siete años a una carrera de cuatro. Me costó horrores poder terminarla. Las materias eran sencillas, pero no tenía ganas de estudiar. Me recibí por inercia, no veía un horizonte para mi vida”, asume. Sus problemas también le trajeron mal de amores. Pero el deporte lo abrazó en su peor hora. El padre Daniel Bossio le entregó dos pelotas y le encomendó una misión: “Son tuyas, armá una escuelita y sacá a los chicos de la calle”. Cristian la llamó Atlético Progreso en honor al club familiar. Pasaron más de 150 chicos y chicas a lo largo de 12 años. “Fue devolverle al barrio y a la sociedad parte de lo que habían hecho por mí”. Cristian encontró en la docencia su nueva vocación. Fue preparador físico en Banfield (infantiles), Tristán Suárez (inferiores) y San Telmo (primera división). También fue videoanalista del plantel de Sacachispas y profe de futsal en Banfield, Platense y Arsenal. Siguió a Callejeros hasta su último show en Olavarría, en agosto de 2009, cuatro días antes de la sentencia que declaró inocentes a los músicos de la banda. Pero el nudo seguía sin desatarse: en 2014, Cristian se contactó con la ONG Familias por la Vida, presidida por Nilda Gómez, activista y mamá de Mariano Benítez, muerto en Cromañón. “Cuando se cumplieron diez años de Cromañón empecé a plantearme y a preguntarme muchas cosas. Entendí, por ejemplo, que Callejeros no fue culpable, pero sí responsable de la tragedia”, comenta. “Tenía muchas cosas en la cabeza: Cromañón, el trabajo, la escuelita, los traumas de la infancia. Y en Nilda y su equipo encontré el amor y la contención necesaria para poder salir adelante”, agradece. Hoy Cristian brinda charlas junto a la ONG en colegios y clubes de barrio. “Es fundamental que los pibes y las pibas tengan en claro lo que sucedió en Cromañón y sepan que no tiene que volver a pasar”.
Gabriel Taburelli
Para 2004, Gabriel Taraburelli era uno de los mejores taekwondistas del planeta. A los 19 había logrado el cuarto puesto en los Juegos de Sídney 2000, y a los 21, la medalla de bronce en los Panamericano de 2002, en la categoría -58 kg. Su carrera, sin embargo, se apagó muy temprano: 51 días después de sobrevivir en Cromañón. Gabriel amaba a Bruce Lee y las películas de artes marciales. Se inició a los seis años en la sociedad de fomento Martín Güemes, en Lomas del Mirador. Carlos, su papá, también había sido luchador de grecorromana en Boca Juniors, en los años 70. Él también representó al club, aunque dedicó su vida a la selección argentina. Gabriel conoció a Callejeros la noche del 30 de mayo de 2003, durante un show de La Renga en el local Hangar, de Liniers. Desde entonces, su novia y él se volvieron fanáticos de un grupo que empezaba a encumbrarse entre las bandas más taquilleras del país. En diciembre de 2004, Gabriel y Débora asistieron al concierto de Callejeros en Excursionistas, en el que Pato Fontanet anunció la despedida de año en el boliche de Omar Chabán. “Cuando volvíamos, Débora me dijo: ‘No voy más’. Ya éramos papás de Agustín, nuestro primer hijo, y se sentía un poco cansada. Unos días después, mi primo (Hernán Lammanai, también sobreviviente) compró entradas para ir a Cromañón. Me preguntó cuántas quería y le dije que una sola. Cuando mi primo trajo las entradas, Débora preguntó: ‘¿y a mí no me sacaron?’. Le habían dado ganas de venir; Dios quiso que se quedara en casa”, detalla. Para evitar el calor, Gabriel y Hernán se ubicaron en el primer piso, cerca de la zona de los baños. Minutos antes del incendio bajaron a la pista y se quedaron a un costado del escenario. “Se pudrió todo”, comentó Hernán. Gabriel creyó que había una pelea. Giró la cabeza y observó el techo prendido fuego. Se cortó la luz y el humo tomó el lugar. Chocó contra una barra y perdió las zapatillas. Hernán ya no estaba con él. “Fue la única vez que me sentí derrotado”, representa. “Si bien no perdí la calma, en ningún momento creí que existía la posibilidad de salir. Lo primero que pensé fue que mi hijo, que tenía dos años, no se iba a acordar de que tenía un papá. Vi pasar la película de mi vida delante de mis ojos”, añade. Finalmente, un bombero lo rescató. Gabriel peleó por última vez en la Competencia Nacional 2003, en el Cenard. Atenas 2004 debía ser su consagración definitiva. Sin embargo, la confederación entró en crisis y desarmó por completo la estructura de la selección. Gabriel se alejó del deporte y comenzó a trabajar con su padre, quien repartía productos comestibles: “En 2005 hubo una intención de volver a conformar la selección, pero yo seguía yendo a los médicos por las secuelas de Cromañón”. La recuperación le demandó varios meses. Gabriel pasó el 31 de diciembre internado en el Santojanni. Estuvo 90 días “escupiendo el humo negro”. Los médicos le prohibieron competir: “Mi mejor etapa como atleta no la pude terminar de cumplir. Entre una cosa y la otra me encontré fuera del tatami y sin saber qué hacer. Me costaba aceptar la realidad. Venían muchachos a pedirme que los entrene y yo les decía que no, que yo era peleador, no era entrenador”. En el interín, Gabriel estudió preparación física de alto rendimiento para deportes de combate y comenzó a trabajar en una escuelita de iniciación deportiva en el ámbito de la Secretaría de Deportes. El abril de 2011, el día de su cumpleaños de 30, recibió la propuesta para convertirse en entrenador de la selección nacional y olímpica de Argentina. Bajo su conducción, Sebastián Crismanich obtuvo el oro en los Panamericanos de Guadalajara 2011 y en los Juegos Olímpicos de Londres 2012. Gabriel también está a cargo de la selección de taekwondo adaptado. En su ciclo, Juan Samorano obtuvo el tercer puesto en Tokio 2020, el primer lugar en los Panamericanos 2013 y la medalla dorada en París 2024. “Cuando creí que era el fin la vida me dio una nueva oportunidad. Eso también me dejó Cromañón: lo peor ya pasó y debemos vivir y disfrutar el hoy. Fui siempre una persona positiva y nunca dejé de creer en las cosas que podía hacer”, afirma. Sus hijos, Agustín (22) y Camila (18), integraron la selección de taekwondo, pero no siguieron ligados al deporte. “Con ellos he hablado mucho sobre Cromañón y la importancia de estar alertas ante cualquier situación de peligro. Porque no todo depende de uno. Podés ir un día a un recital y encontrarte con una masacre. A nosotros, lamentablemente, nadie nos cuidó. Y llevamos 20 años hablando de los mismos temas”.
Abel Oroná
Un mes antes del recital, Lamadrid y Deportivo Luján igualaron 2 a 2 por la penúltima fecha del campeonato. Un triunfo depositaba al Carcelero en la cima de la tabla de posiciones. Pero el local empató sobre el final y dejó al equipo de Franzoni sin chances de pelear por la punta. Los diarios de la época eligieron como figura a Matías Giménez, autor de los dos goles de Lamadrid, y a Abel Oroná, delantero de Luján. Oroná era un símbolo del conjunto lujanense. A los 15 se probó, a los 16 debutó. A los 18 pasó a Vélez. A los 22 salvó su vida en Cromañón. Abel asistió esa noche junto a su mejor amigo, Ignacio, y los hermanos de Nacho: Francisco y Ricardo. Iban a ir el 28, pero prefirieron ir el 30. “Gordo, tengo miedo”, dijo Abel a su amigo apenas observó el panorama. Tras el incendio, los cuatro escaparon hacia el baño. Abel mojó su remera e intentó taparse la nariz. Despertó a la semana siguiente en la terapia intensiva del Sanatorio Franchin, a 600 metros de Cromañón. Nacho, de 21 años, y su hermano Ricardo, de 13, murieron por intoxicación. Abel pasó 15 días internado y perdió ocho kilos. El fútbol fue su mejor terapia. Volvió dos meses después, pero jamás recuperó su nivel. Jugó en Midland, Cañuelas, Atlas (participó del reality “La otra pasión”, emitido por Fox Sports) e Ituzaingó. En Midland fue compañero de Hernán, quien lo recuerda con mucho afecto. Abel siguió ligado al fútbol: dirigió a Luján y en julio de este año ascendió a Jorge Newbery a la primera división de la Liga Mercedina. Abel tiene 42 años, dos hijos y una herida por cerrar. Abel dio su última entrevista en 2019, en el 15º aniversario de la tragedia. Solo quiere mirar hacia adelante.
Fuente: Leandro Contento -La Nación
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